La Ilustre hermandad Vascongada
de Nuestra Señora de Arantzazu
y los vascos de Lima
AL FINAL DE ESTE VIAJE
Raúl Mendoza
Pontificia Universidad Católica
José Antonio del Busto Duthurburu, historiador, catedrático y
acaso el estudioso que mejor conoció la historia de la Conquista del Perú,
falleció el 2006. En “Memorias de un Historiador” (Fondo Editorial PUCP), libro
póstumo presentado el 1 de abril en el Instituto Riva Agüero, deja testimonio
de una intensa vida.
José Antonio del Busto Duthurburu siempre llevó un diario
personal con datos y observaciones que no quería que borrara el olvido. Así
nacieron sus memorias. Pero cuando ya había terminado el trabajo de ordenarlas
y tenía escrita una introducción para ese futuro libro, la muerte lo alcanzó en
diciembre del 2006. Ahora el libro ha sido publicado, con un título sin
retórica: “Memorias de un Historiador”. “Es el recuento de mi vida, una vida no
valiosa, pero acaso de alguna utilidad”, escribió en las páginas iniciales,
justificando sus recuerdos antes de partir. En palabras de quienes lo
conocieron, su vida sí fue enormemente valiosa por todo lo que investigó sobre
nuestra historia, las varias generaciones de peruanos que formó y los libros
que escribió.
De él se ha dicho que escribía con la precisión y elegancia
de un cronista de la Conquista. Su obra es una prueba de ese estilo:
transparente en la exposición de ideas, exacto en datos, conciso como pocos. En
su último libro tampoco hay adornos. Es muy sincero al narrar su biografía.
“Nací sano, tras una gestación sin problemas y dentro de un tiempo normal. Me
contaron que como párvulo era feo. No fue el decir de unos cuantos, fue opinión
general. Poco a poco, sin embargo, me fueron descubriendo virtudes. Por
ejemplo, solía dormir toda la noche y solo despertaba al amanecer. Fue la
primera valoración de mis méritos personales”.
Su memoria es detallista para cientos de episodios que
aparecen en más de trescientas páginas de recuerdos. Allí está su descripción
del Barranco de comienzos del siglo XX, con sus caídas de agua, campanillas de
flores violeta en los acantilados, y cañaverales al borde del mar. Para él
Barranco “era un pueblo disfrazado de ciudad”. De esa época recuerda amablemente
al poeta-símbolo del distrito: “Algunas tardes salimos del barrio y fuimos al
malecón Pazos a volar cometas. (…) Allí se divertía viéndonos remontarlas el
poeta José María Eguren; menudo, sentado, vestido de oscuro y con su bastón
chaplinesco, pasaba varios cuartos de hora mirando cómo elevábamos en el aire
los pandorvos, pavas, barriles y estrellas”.
La historia
¿Cómo llegó José Antonio del Busto a la historia? Su primer
recuerdo de este tipo está asociado a la gastronomía. Su madre lo animaba a
comer diciéndole que el arroz eran los españoles y los frejoles eran los
indios, que comiera una cucharada de cada uno y la última decidía quien ganaba.
“No recuerdo si ganaron los indios o los españoles, pero sí que a partir de
entonces mi madre descubrió la fórmula para lograr que yo comiera. (…) Así
nació mi dormida vocación de historiador. Reconozco el hecho como el antecedente
prevocacional más remoto, directo y decisivo. Se debió al amor de mi madre, al
momento preciso y al peruanísimo plato de arroz con frejoles”.
Luego ese interés se reforzaría en el colegio con los
hermanos Maristas y en la Universidad Católica donde estudió Letras, para
acabar en Historia. Dos maestros importantes recuerda José Antonio del Busto
como aquellos que imprimieron a fuego la vocación por los hechos históricos en
él: Guillermo Lohmann y José Agustín de la Puente y Candamo. Al primero, toda
una autoridad en los siglos XVI y XVII de nuestra historia, “gustaba de creerle
el doble”. Y al segundo, que dirigía el Seminario de Historia en el Instituto
Riva Agüero, le reconoce el haberle enseñado la disciplina necesaria para
investigar y aprovechar de la mejor manera los datos obtenidos. Fue en esta
etapa que decidió hacerse historiador.
Del Busto tenía, lo reconoce en su libro, una mirada
arcaizante. Es decir nostálgica de lo pasado. Lo mismo admiraba Madrid que el
Cusco e hizo del mestizaje uno de sus recurrentes temas de reflexión. Fruto de
ello fue “Pizarro”, quizá su libro más celebrado.
Como profesor, enseñó en varias instituciones, pero su
trayectoria está marcada con su paso por las aulas de la PUCP. Aquí se describe
sin concesiones: “Como profesor fui más querido que odiado, pero más temido que
amado. Nunca fui popular. Conocido, sí; reconocido, también, pero ídolo jamás.
Mi amor a la soledad me hacía un tanto ajeno a la consecución de amigos, de
seguidores y de admiradores”. Sobre la universidad señala: “Le confieso mi
adhesión total y la proclamo, sin recortes, mi Alma Mater”.
Letras intensas
Este recuento no deja de lado el amor, la familia, los hijos,
los amigos, las aficiones, los viajes, la enfermedad, la muerte. Sobre su
familia hay pasajes realmente intensos. Esto es lo que dice sobre su esposa:
“Teresa es la musa de mis libros, el agua de mi sed, el remanso existencial.
Hoy el amor persiste transformado en cariño y la paz en gratitud. (…) Unidos en
las buenas y en las malas, en holguras y estrecheces, en salud y enfermedad,
seguimos juntos hasta que la muerte nos separe. Todo hace pensar que yo moriré
primero. Pero si por esos avatares sorpresivos muriese ella antes, en su tumba
no solo enterraré su cuerpo, sino también mi corazón”.
Hay algunos objetivos que no se cumplieron en su vida, pero
los reconoce sin dolor. No pudo tener un hijo varón, no consiguió el título de
Amauta que creía merecer y no conoció la China. Ya a mediados de los 90 empezó
a sufrir de cáncer al esófago y aunque pudo superarlo, el mal volvió a aparecer
el 2005. Esta vez se había extendido. Cada vez que recibía quimioterapia, se
refugiaba en un fundo que la familia tenía en Pachacamac, para recuperarse.
Allí también escribió sus memorias apelando a esos apuntes que realizó a lo
largo de su vida. Lo estimularon los amigos, los ex alumnos, los colegas. “No
fue fácil de redactar. Era el protagonista principal y eso me creaba escrúpulos
que no tenía en mis trabajos de historia”.
La muerte aparece, sutil, en los últimos párrafos. “Hemos
llegado al final de la jornada. Falta poco para terminar el camino. No sé si se
trata de días, meses o años...”. “Memorias de un Historiador” es el perfil de
un hombre culto y apasionado por la historia, la descripción de una forma
singular de ver el mundo y un texto muy bien escrito. Esta es la síntesis que
José Antonio del Busto hace sobre sus memorias: “Hoy, que las he terminado, las
leo y las releo con cierta satisfacción. Me veo retratado por mí mismo, pero
falta saber el retrato que de mí tienen hecho los demás. En cualquier caso no
he mentido, he querido decir la verdad”.
Suplemento Domingo del diario La República, del 5 de abril de
2009